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domingo, 14 de marzo de 2010

Lecturas Complementarias

“Te voy a decir la verdad”

Por Isidoro Vegh *
René Descartes llegó a la conclusión de que todo lo que él había aprendido no le servía para sostener una verdad incontrovertible y decidió encontrar esa verdad. ¿Para qué? Como ya dijimos muchas veces en broma, no era que la buscaba porque tenía pasión por la verdad, con la verdad a él le pasaba lo mismo que a cualquiera de nosotros: cuanto más lejos, mejor. Imagine cualquiera de ustedes que su amiga, o su amigo, o su pareja viniera y le dijera: “Te voy a decir la verdad”. ¿Qué le dirían?: “No, gracias, lo dejamos para otro día”. Si Descartes quiere encontrar una verdad que se sostenga, una verdad apodíctica, es –y lo dice bien claro– porque quiere pasar bien la vida. Entonces dice: “Bueno, comencemos. La vida, el mundo, ¿cómo llega a mí? Por las sensaciones, mis órganos sensoriales. ¿Puedo confiar en ellos? No, no puedo confiar en lo que los sentidos me brindan. Entonces, ¿qué otra cosa podría hacer?”. Y vive la vida, la verdad es la vida, se aprende viviendo. Descartes gasta tiempo de su vida en recorrer cada una de estas cuestiones, no es que lo estuvo investigando como el profesor universitario detrás de un escritorio.



Entonces, se dijo a sí mismo: “Esto me pasa porque no veo bien. Si yo creara instrumentos de óptica que corrigieran los errores se vería mejor”. Y se dedicó a la óptica. Tiene tratados de óptica. Hasta que descubre que, por más tratados de óptica que haga, cuando sueñe va a seguir creyendo que eso que ve es lo que es. No le va. Y dice: “Ya sé, encontré el lugar para la verdad apodíctica: la geometría euclidiana, ciencia exacta”. Unida a la lógica, partimos de premisas, hacemos la deducción que corresponde y llegamos a conclusiones inamovibles. Y ahí se le ocurre la idea: “¿Pero si hubiera un genio maligno que me haga creer que 2+2 es 4 cuando 2+2 es 5?”. A esto se le llama la duda hiperbólica. Entonces se ilumina y dice: “Acabo de encontrar una certeza: todo este tiempo estuve dudando, de eso no tengo duda. Yo estuve dudando, fui una existencia que dudaba”. “Pienso, luego soy” puede ser también “Pienso, luego existo”, o puede ser también “Dudo, luego existo”. Hasta aquí podríamos estar de acuerdo con él. Hasta aquí es lo que, en la filosofía, abre de derecho lo que Galileo ya había inaugurado de hecho: el camino de la ciencia moderna. La ciencia moderna se inaugura cuando se admite lo que Marx subrayó: que las cosas del mundo no muestran su verdad a cielo abierto. Si así fuera, no haría falta la ciencia. Lo que Descartes hace con la duda hiperbólica es darle un lugar de derecho a la investigación científica. Podríamos preguntarnos, entonces, ¿por qué Lacan está en contra? Lacan cuestiona lo que está implícito en el “pienso, luego existo”: el yo. Yo pienso, luego existo. Es aquí donde podemos entender por qué, en los primeros renglones de “El estadío del espejo...”, Lacan dice: “Nos opondremos a toda filosofía surgida del cogito cartesiano”. No es casual que cuando él visitó Estados Unidos, el encuentro con el filósofo Willard van Orman Quine fue un diálogo de sordos. Quine hablaba desde el cogito cartesiano, desde un Yo pienso, un orden racional consciente, con leyes inconscientes pero que responden, en última instancia, a una racionalidad consciente; y Lacan habla precisamente desde los lugares donde esa racionalidad trastabilla, comete fallidos, lapsus, balbucea, sueña, hace chistes, cree en Dios.

* Extractado del libro Yo, Ego, Sí-mismo. Distinciones de la clínica, que distribuye en estos días editorial Paidós.

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